Me gusta pensar que fui abducida por extraterrestres y que por eso dejé de postear. Lo cierto es que aveces se me olvida que tengo blog; así como aveces se me olvida que se manejar justo cuando voy en una avenida transitada y tengo que frenar estrepitosamente en lo que me acuerdo cómo se maneja.
Hace unos días estuve pensando en la época universitaria; esa época en la que nos encontrábamos llenos de ilusiones y metas a largo plazo. Bueno, en sí las ilusiones sólo estaban al principio, porque después nos dábamos cuenta de que las cosas eran más complicadas de lo que parecían y entonces caíamos en un estado de apatía total.
¡Arriba la apatía!
Cuando entré a la carrera traía todas las ganas del mundo; sentía que estaba en el hervidero de ideas y que ahí se podía generar un cambio social verdadero; auténtico. Pero después me cayó el veinte de que el cambio no existe, o al menos no era tan fácil de conseguir. Entonces adopté la apatía como bandera y fui aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Me esforzaba sólo lo suficiente para ir pasando las materias decorosamente. Los dieces eran para los matados; los ochos eran para la gente inteligente que encontraba en el acto de sacarse ocho una forma de rebelarse contra el sistema educativo. Okei, creo que exagero, la verdad es que sacaba ocho porque no estudiaba, pero a pesar de eso siempre sabía lo suficiente como para sacarme un ocho.
El chiste es que mi grupo de amigos y yo siempre veíamos a los que sacaban 10 como nuestros enemigos acérrimos; los etiquetábamos como ñoños, matados, barberos, lamesuelas, hijoeputas, etc. Nos gustaba imaginar cómo sería su vida en 10 años: con sus parejas insatisfechas, dos hijos, empleos monótonos, casas de infonavit y su pointer blanco o un tsuru gris. Nos gustaba vernos a nosotros como los próximos grandes cineastas, literatos, periodistas que primero serían incomprendidos para después contar con fama y prestigio (o quizá terminaríamos en una clínica de rehabilitación, qué mas da).
Pero ahora, viéndolo todo en perspectiva, creo que juzgué mal a mis compañeros ñoños, porque en el fondo me hubiera gustado ponerle el mismo empeño y dedicación a algo; y quizá esa sea la razón por la cual ellos logren conseguir su tsuru gris y su casa del infonavit y con eso sean felices. En cambio yo con mi apatía cada vez me alejo más de convertirme en una cineasta, literata o periodista incomprendida y eso me causará gran frustración. Resultado: ñoños 1, yo 0.
Después de reflexionar todo esto caí en cuenta que los jóvenes en la universidad somos crueles y criticamos a todos aquellos que representan una amenaza a nuestra forma de ver la vida. Les tememos porque quizá en la vida real ellos encajarán mejor que nosotros.